APATÍA POR RUBEN SILVA GONZALEZ
En los días en qué no existe una emoción particular, dónde todo transcurre en la indiferencia de una cortina estática por años en una casa antigua, y el sonido al aspirar el cigarro condiciona la percepción de una circunstancia inconexa y extraviada, la apatía atraviesa las estancias, como un pájaro veloz, tal vez una luz, una ráfaga de algo indeterminado, devorando la ausencia con una estrategia particular destinada a la ignominia, al destierro, la drogadicción y en el momento en que el timbre suena y los pasos avanzan hacia la puerta y una mano se posa sobre la manilla, el hastío parece brotar con la violencia de un chorro de sangre que es producto del cuchillo en la yugular, el instante en qué una arteria se divide en dos y escupe el color rojo y la sustancia tibia salpica la ventana y mancha con frenesí la pintura abstracta que está colgada cerca del lugar donde se cuelgan las llaves, entonces el vapor del plato de comida nubla la vista cuando el olor se subsume en el ritmo discontinuo del reloj averiado que está sobre la mesa y marca una hora incorrecta, pero a la vez lejos está de ser incorrecta, los segundos son una convención y una invención que ruge fuera de la naturaleza de las cosas, objetos que, puestos en un espacio sin luz, existen rodeados de otros objetos fractales, inmersos unos en otros, dentro y fuera del tiempo, traspasados por el tiempo a su vez, y dónde no hay perdón y la desazón infesta la vida en una acción pandémica, un cúmulo de patologías malignas susurran detrás de la cabeza, risas marchitas que en tanto carcajadas salpican gotas de saliva que rebotan y se incrustan entre el pelo y la sien y se mantienen húmedas por unos instantes hasta que son absorbidas por la piel o evaporadas con ayuda del calor corporal, mediante un proceso reglado y medido por las relaciones físicas y causales que incluso reglamentan los estallidos emocionales de una persona que a menudo busca, a través de una especie de razonamiento lógico, llorar lo menos posible cuando en la calle una mujer grita maldito Edén que te hagan mierda, y Edén es un nombre, una botillería, pero también es el paraíso, o más bien, una palabra hebrea que está en todas partes, desbordada en significados y enigmas, letras cuadradas que en su individualidad representan una fracción del universo conocido y reducido a ecuaciones trigonométricas que no están en la naturaleza de las cosas, sino que en la imaginación de los hombres, imaginación aturdida por famélicos miedos a los rayos y tormentas, a la lava y el viento, miedos que devienen en elucubraciones y lógica, pero ni la razón ni el lenguaje son suficientes para determinar el arrebato del llanto y la sangre, del miedo y la muerte, del laberinto sintético que atormenta las noches cálidas de verano de un adolescente campesino o citadino que no deja de sucumbir a las expectativas de la vida futura, el sueño de la vida adulta y en tanto el sonido de las olas acudiéndose entre sí y para sí en los bordes de un roquerío que se carcome despacio producto del mismo bailoteo, se desvanece el brillo del futuro al igual que la sombra se esfuma del muro cuando la vela se apaga, o la linterna o
la ampolleta de sesenta voltios estalla y la oscuridad inunda un lugar alejado de la ciudad y se desparrama por el espacio como un río, un río de ausencia de luz, un río de ausencia de color, por tanto, nada.
Es incomparable a la inmensidad del hastió, a la plenitud de la indiferencia, al sin sentido de que un objeto cualquiera haya comenzado a vivir, porque ¿qué es la vida?, la vida es movimiento, una acción, una voluntad, la vida es una abertura en medio de la nada, una
constricción de Dios para sí, que a su vez da lugar al vacío y a la ausencia misma de la divinidad, cuestión que constituye la existencia material, como un susurro que no deja de expandirse en todas direcciones, en un ruido blanco, una radio mal sintonizada.