Hay libros que gritan, otros que susurran, y algunos que simplemente están ahí, inofensivos como un posavasos. “Patti. 100 frases” no es ninguno de esos. Este pequeño artefacto publicado por la editorial Santiago - Ander, de la Colección Relámpago, editado como si cupiera en el bolsillo trasero de un pantalón roto, estalla como una bomba de tiempo en la mente de quien lo lee. Curado por la periodista y música Macarena Lavín, este compendio es un retrato múltiple de Patti Smith: ícono, poeta, bruja de la calle, madre del punk, máquina de contradicciones hermosas.
Lo primero que queda claro: no es una biografía, es una invocación. Como si Burroughs y Rimbaud se hubiesen colado en la misma Ouija, este libro funciona como un collage sonoro de voces —la suya y la de quienes la han sentido vibrar en carne viva— que capturan lo inatrapable: el espíritu de Patti. La estructura es simple y efectiva: primero, Patti habla. Luego, el mundo responde.
En la primera mitad, las palabras de Smith se despliegan como mantras: reflexiona sobre el rock como trinchera, sobre la poesía como conjuro, sobre la creación como destino. No hay orden cronológico, y eso es perfecto. No necesitas saber en qué año dijo qué: el caos tiene sentido propio. Hay menciones a Dylan Thomas, a Morrison, a Baudelaire —nombres que no cita por moda sino porque los llevó tatuados en el alma antes de que existiera el merchandising.
La segunda parte es puro fuego cruzado. Ahí están Colombina Parra, Nona Fernández, Joan Jett, Barbi Recanati, Courtney Love y más, lanzando frases como piedras a la estatua de la historia para que se mueva. Algunas reflexiones conmueven, otras enfurecen, algunas rayan en lo machista, pero ese es el punto: este libro no es domesticado, no busca limpiar la imagen de nadie, no filtra el barro de las palabras ajenas.
La estética andrógina de Patti también atraviesa estas páginas como una cicatriz luminosa. Su ropa —objeto de teorías idiotas y clichés gastados— es despojada aquí de toda morbosidad: ella se vestía como Baudelaire, porque sí. Punto. Y eso molesta. Porque cuando una mujer no se presenta como el espejo de la fantasía masculina, el mundo reacciona como un niño sin su juguete favorito.
Pero lo más brillante de este libro es que, sin proponérselo, es una especie de manifiesto. No solo sobre Patti Smith. Sobre el derecho a contradecirse, a cambiar de piel, a ser fan con devoción casi religiosa, a no saber quién carajo eres pero intentarlo todos los días igual.
En este año en que Horses cumple cincuenta, este libro aparece como una ofrenda menor pero incendiaria, como esos papelitos con poemas que alguien deja en la puerta de un bar cerrado. Quizás no lo pediste, pero lo necesitabas. Porque entre tanta pose y algoritmo, alguien tenía que recordarnos que el arte —el de verdad— se escribe con sangre, no con hashtags.
Lo primero que queda claro: no es una biografía, es una invocación. Como si Burroughs y Rimbaud se hubiesen colado en la misma Ouija, este libro funciona como un collage sonoro de voces —la suya y la de quienes la han sentido vibrar en carne viva— que capturan lo inatrapable: el espíritu de Patti. La estructura es simple y efectiva: primero, Patti habla. Luego, el mundo responde.
En la primera mitad, las palabras de Smith se despliegan como mantras: reflexiona sobre el rock como trinchera, sobre la poesía como conjuro, sobre la creación como destino. No hay orden cronológico, y eso es perfecto. No necesitas saber en qué año dijo qué: el caos tiene sentido propio. Hay menciones a Dylan Thomas, a Morrison, a Baudelaire —nombres que no cita por moda sino porque los llevó tatuados en el alma antes de que existiera el merchandising.
La segunda parte es puro fuego cruzado. Ahí están Colombina Parra, Nona Fernández, Joan Jett, Barbi Recanati, Courtney Love y más, lanzando frases como piedras a la estatua de la historia para que se mueva. Algunas reflexiones conmueven, otras enfurecen, algunas rayan en lo machista, pero ese es el punto: este libro no es domesticado, no busca limpiar la imagen de nadie, no filtra el barro de las palabras ajenas.
La estética andrógina de Patti también atraviesa estas páginas como una cicatriz luminosa. Su ropa —objeto de teorías idiotas y clichés gastados— es despojada aquí de toda morbosidad: ella se vestía como Baudelaire, porque sí. Punto. Y eso molesta. Porque cuando una mujer no se presenta como el espejo de la fantasía masculina, el mundo reacciona como un niño sin su juguete favorito.
Pero lo más brillante de este libro es que, sin proponérselo, es una especie de manifiesto. No solo sobre Patti Smith. Sobre el derecho a contradecirse, a cambiar de piel, a ser fan con devoción casi religiosa, a no saber quién carajo eres pero intentarlo todos los días igual.
En este año en que Horses cumple cincuenta, este libro aparece como una ofrenda menor pero incendiaria, como esos papelitos con poemas que alguien deja en la puerta de un bar cerrado. Quizás no lo pediste, pero lo necesitabas. Porque entre tanta pose y algoritmo, alguien tenía que recordarnos que el arte —el de verdad— se escribe con sangre, no con hashtags.
Patti no necesita monumentos. Necesita que la lean, que la escuchen, que la contradigan, que la imiten, que la griten. Este libro lo hace. Y tú también deberías.
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