ESA COSA ANIMAL
Las langostas viven aisladas, casi invisibles, hasta que la lluvia, la hierba fresca y el exceso de alimento las obliga a reconocerse entre sí y multiplicarse. Lo escuché en el noticiario de la noche, con la voz del presentador quebrada por un nerviosismo apenas disimulado. Supe en ese momento que estábamos en desventaja. Las sequías largas, seguidas de aguaceros intensos provocados por el cambio climático, eran la receta perfecta para que el enjambre naciera. Y nació. Avanzaban sobre el mundo como una marea con hambre. Nada se salvaba: hojas, cortezas, animales pequeños, y —si uno quería dejarse arrastrar por la paranoia— quizá también algo más.
Así es Esa cosa animal, la obra de Lina Meruane. Tres hermanos encerrados en la casa materna, discutiendo, golpeando palabras que no suavizan nada. Afuera, el mundo parece un enjambre que amenaza con devorar la normalidad. La mesa es una isla, las voces son cuchillos, los silencios pesan más que cualquier abrazo. No hay escenografía que distraiga, no hay decorados que digan “esto es ficción”: todo se siente real, inmediato, peligroso.
Los hermanos hablan de hijos, de no tenerlos, de la obligación que los otros esperan. Hablan de culpa, de deseo, de una maternidad que se impone como una tormenta. Cada frase es una picadura que abre la piel, cada mirada un recordatorio de que el cuidado no siempre llega donde debería. Lo que llaman “esa cosa animal” no es solo el instinto de procrear: es la hipocresía, la contradicción, la violencia silenciosa que late bajo la piel de lo cotidiano.
Dirigida por Andrea Segura y producida por Animal Company, la obra se mueve como un enjambre: simple en apariencia, devastadora en efecto. Cada gesto de los hermanos se repite, se multiplica, se convierte en una amenaza que se extiende al público. Lo que afuera parece metafórico —las langostas, la plaga, el mundo cayéndose a pedazos— adentro se siente como un golpe directo, como la familia misma transformada en cuerpo colectivo que no deja espacio al respiro.
Esa cosa animal no pide permiso ni empatía. Exige que mires de frente la incomodidad, que sientas la culpa, la frustración, la violencia que subyace en cada vínculo familiar. Como el enjambre que no se detiene, Meruane arrastra al espectador, lo sacude, lo deja con preguntas que no desaparecen cuando se apagan las luces. Y es ahí, entre la desesperación y la fascinación, donde la obra deja de ser solo teatro: se convierte en advertencia, en reflejo, en una pared de criaturas voraces que no dejan respirar.
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